Todos los domingos me despierto y lo primero que hago es revisar Instagram.
Son las 9:30 am, con suerte más tarde, y ahí, detrás de la pantalla de mi celular, están los otros, súper despiertos, vestidos como cualquier maniquí de Urban Outfitters mientras degustan el mejor brunch del mundo. ¿Ya nadie duerme hasta tarde los fines de semana?, me pregunto, mientras voy pasando fotos tomadas desde un plano cenital de un plato con dos huevos benedictinos y una copa de mimosa. #Blessing, #Afortunada, #Bendecida, y otros hashtags clichés y vacíos acompañan las fotitos con las que despierto los fines de semana.
El problema está en las veces en que esa fotito del brunch dominical me ha agarrado susceptible y me ha dejado diciendo: ¿Por qué estoy yo aquí, aún en mi cama, vistiendo mi pijama dispareja y con el estómago vacío, mientras esa gente autodenominada #bendecida y #afortunada ya está borracha en el desayuno, con gafas de sol y luciendo fabulosa?
Esas comparaciones banales no son sanas, ninguna comparación lo es y en el fondo lo sé… pero sigo recorriendo Instagram, bloggers posando en una playa exótica en Bora Bora, la gente más fit del mundo haciendo yoga, famosos paseando a sus perros educados que no ladran, y todo esto sin saltarme en el recorrido a personas aparentemente felices junto a sus “amigos” guapos, ricos y famosos, eso que llaman el #Squad perfecto. Y así ya van 30 minutos perdidos de mi día, 30 minutos que nadie me va a regresar y no han aportado nada beneficioso a mi vida. Sigo en la cama, sin haberme molestado en prender la cafetera, solo viendo lattes con tres filtros encima.
Comparándome con una percepción.
Compararse con otros es algo que inmediatamente destruirá tu autoestima, y te dejará mal. Es una verdad universal. Lo peor es que en el caso de Instagram es más delicado porque en él no te estás comparando con otros directamente, sino que te estás comparando con la percepción que otros quieren hacerte creer de ellos, lo cuál es un cuento ficticio, alterado, y obviamente es algo que potencialmente te puede afectar más si lo pones frente a una vida real, en este caso, la vida de una no-Kardashian/Jenner.
Me empieza a parecer que la vida ya no va sobre lograr ser feliz, sino intentar verse feliz… en una foto… en Instagram… con filtro Valencia y muchos likes. (Suspiro).
El mal de los millennials.
El autor Paul Angone afirma en su libro libro 101 Secrets for Your Twenties (en español, Introducción básica a tus veintes) que la comparación es el “virus contagioso de nuestra generación”, refiriéndose a nosotros, los llamados Millennials. Y pues sí, aunque ese problemita en el que nos comparamos con otros siempre ha estado ahí, en cualquier generación, ahora ha venido mutando, y probablemente hasta aumentando, por las redes sociales. No solo por Instagram, sino también por ese álbum de Facebook del matrimonio de tu exnovio o de las vacaciones 2015 de la compañera de clases que nunca te cayó bien. O el solo acto de toparte en LinkedIn con esa persona insoportable y poco talentosa que ahora tiene un buen cargo en un país extranjero. Comparar tu vida con eso que ves en el monitor o en la pantalla de tu celular, te roba tu energía, tu sonrisa, y tus ganas de lograr lo que siempre has querido, que en el fondo reconoces que no es lo que ellos tienen, porque tú no eres ellos.
Un mundo nuevo se abrió para mí cuando aprendí a detectar esos momentos en los que estoy cerca de compararme, pues de esta forma me adelanto al daño próximo al voltearlo todo en disfrutar lo que veo, aceptar los logros de otros, enfocarme en los míos y pensar en las cosas que tengo que me hacen feliz a mí. ¿Suena fácil? Puede ser, pero no lo es y tampoco es algo con lo que te pueda asegurar dejarás de hacerlo 100%.
No soy una de esas gurús multimillonarias de autoayuda, pero a mí me ha ayudado estar frente a una foto de alguien #Bendecido y #Afortunado y pasarla sin prestarle mayor atención de la que merece, no sin antes pensar en al menos una de las oportunidades en la que he disfrutado mi propia vida.
Cuando dejé de compararme con una foto de Instagram y empecé a vivir mi vida.
Sigo siendo un usuario de Instagram, y al igual que tú me gusta tomar fotos bonitas, editarlas, y salvar mis mejores recuerdos. Eso no va a cambiar. No voy a negar que aún soy como un curador de arte, en lo que respecta a las fotos que voy a subir a mi cuenta: no me gusta tomar fotos de noche, compartir imágenes movidas, ni mucho menos de cosas visualmente poco atractivas. Sin embargo, también decidí que cada foto que ponga es para mi disfrute, sin buscar enfocarme en la aceptación de otros. Además, ahora invierto menos tiempo en la aplicación. No se trata de abandonarla, pero tampoco de ser una esclava que vive sus días a través de las fotos de otros, prefiero vivir la mía y poner mis propias fotos, cuando tenga tiempo.
He empezado a seguir más cuentas que me inspiren artística y, por qué no, intelectualmente, y he dejado de acumular aquellas que solo parecen pretender de más con sus seguidores, aunque si me topo con una de esas, la veo con ojos de “qué linda foto” en lugar de un hambriento y completamente locuaz “qué linda vida la quiero”, porque aprendí que eso no tiene sentido alguno, no quiero su vida, quiero hacer mejor la mía y comparándome no lo voy a lograr. He comenzado a regalarles más “me gusta” a mis amigos que a celebridades, y dejarles a los que aprecio sinceros mensajes con cumplidos y de apoyo. Y sobre todo, veo a las estrellas del mundo del entretenimiento y a dedicados bloggers pagados como lo que son: gente que vende un estilo de vida que no existe.
Me he recordado que así como pasé parte de mi adolescencia arreglando frenéticamente mi perfil de MySpace, poniendo la foto perfecta, el fondo de perfil “más cool de todos” o perdiendo horas puliendo a mi “Top 8” de amigos (que muchos con el tiempo descubrí que no lo eran), justo como en aquellos tiempos que quedaron en el recuerdo y ni siquiera en Internet, no deseo en un futuro lamentar haber invertido mi vida en otra red social sin sacarle nada positivo.
No quiero perderme ese concierto de un músico que ya falleció solo por haberme decidido a tomar fotos y grabar vídeos para Instagram, una red que probablemente pase de moda, como todas. Tampoco quiero perderme momentos especiales con mi novio, familiares o mis amigos por posar para la foto perfecta que no es tan cool como la sincera. He decidido que no quiero perder tiempo refrescando una página para ver cuántos “Me gusta” he conseguido con esa selfie, o si mi número de seguidores ha aumentado con gente que realmente no me debe interesar impresionar. Y sobre todo, he aprendido que nadie es una foto de Instagram, y mucho menos vale la pena perder mi fuerza, talento y creatividad en admirar otras vidas digitales en lugar de vivir y hacer crecer la mía.
Deja una respuesta