Alfonsina Storni, nuestra poeta maldita
El calor agobiante que sentía mi cuerpo ese día de febrero no logró hacer que yo no fuera a visitar tu tumba. Hace tiempo que quería conocerla pero, como casi siempre en mi existencia, estuve postergando mi cita con el Cementerio de la Chacarita poco más de 3 años. Usualmente había otras cosas que hacer en mi vida, como leer tus versos o los de mi paisano José Asunción Silva, que es el ser de sexo masculino que mejores versos escribió en nuestro idioma. La mujer fuiste tú. De eso no tengo dudas. Por eso hoy, cobarde y miserablemente, te hago este homenaje.
En el interior de la más grande necrópolis porteña yacen los restos de varias personalidades de la sociedad argentina. Seguramente la tumba más visitada es la de Carlos Gardel. O la de Osvaldo Pugliese. O la de Aníbal Troilo. O la de Gustavo Cerati. ¡Qué importa! ¡Que cada quien visite al que se le dé la gana! ¡Qué van a saber de ti esos turistas blancos y rubios y altos, con gorras amarillas y cámaras más grandes que su corazón! ¡Que ellos sigan pensando que la literatura empezó con Shakespeare, continuó con Poe y murió con Wilde!
El 29 de mayo de 1892 naciste en el lejano país de Suiza. En 1896 tus padres te trajeron a la Argentina. Cuando apenas había pasado un año del nuevo siglo, ellos te llevaron a la ciudad de Rosario. Después de ser empleada del Café Suizo que abrió tu padre, y de una fábrica de gorras, conociste, en 1907, a Manuel Cordero. Con él y su compañía teatral recorriste varias provincias argentinas, pero además tuviste contacto directo con el mundo artístico que, aunque te agobiaba, te hacía feliz. Al volver a Rosario, decidiste empezar a estudiar una carrera profesional, con el fin maravilloso de enseñarles a leer a los niños campesinos. En esa época empezaste a publicar las primeras páginas de tu poesía moderna en las revistas Mundo Rosarino y Monos y Monadas.
Para fines de 1911 decidiste emprender viaje a la enorme ciudad de Buenos Aires. En 1912 nació tu hijo Alejandro. Durante ese año, como consecuencia de la ignorancia de la sociedad, trabajaste como cajera en una tienda ubicada en la calle Florida. No puede trabajar como cajera una mujer genial como tú, sin demeritar el hecho de ganarse la vida contando billetes y monedas. Hay millones de personas que pueden hacer eso, pero pocas que puedan crear como tú. Por eso lo digo. En todo caso, lo bueno de esos tiempos es que tus poemas empezaron a ser publicados por la revista Caras y Caretas.
En 1916, finalmente, logras publicar tu primer libro: La inquietud del rosal; y en junio de ese mismo año aparece en la revista Mundo Argentino tu poema Versos Otoñales, con el que logras que tus líneas asomen en una publicación de renombre, en la que también escribían poetas de la talla del mexicano Nervo. Dos años más tarde, y con más peso entre el círculo intelectual porteño de fines de la década del 10, publicas tu segundo libro: El dulce daño. Durante estos años se afianzó tu relación con el doctor José Ingenieros, importante intelectual italoargentino, personaje clave en tu vida.
Años más tarde conociste a tu alma gemela, al señor loco para muchos y genio para otros que le dejó al mundo una fotografía de lo que es Misiones: una provincia inigualable y olvidada por los porteños durante años pero recordada, de un tiempo para acá, netamente por cuestiones turísticas. ¡Un descabello a la razón! Los dos libros que más me gustaron de ti, los publicaste entre 1919 y 1920, o sea 70 años antes de que yo naciera.
Horacio Quiroga, el notable escritor uruguayo que se suicidó en 1936 tomándose un vaso lleno de cianuro, y a quien le dedicaste unos versos sublimes, fue para ti lo que es Fernando Vallejo para mí: prácticamente un espejo, un referente, un guía. Por eso, creo yo, ambos tomaron la decisión más sabia, justa, sobria y autentica que puede tomar cualquier humano, la de acabar con su vida. Espero que Fernando también lo haga, y te garantizo que yo también lo haré. ¡Salud por eso!
En 1925 publicaste una obra maravillosa: Ocre. Un libro que deberían leer quienes no lo han leído, porque en él hay gotas de un licor escaso en esta época: el del néctar de la poesía profunda. En marzo de 1927 se estrenó una obra de teatro que escribiste. En 1932 publicaste Dos farsas pirotécnicas: Cimbelina y Polixene y la cocinerita. En el Café Tortoni, al poco tiempo, conociste a García Lorca, a quien también le dedicaste un poema.
El 20 de mayo del 35 te operaron del cáncer de mama, siendo esto algo que cambió tu vida enormemente. ¡Y es que cómo no te la iba a cambiar si te dejó secuelas físicas y psicológicas notables! El 23 de octubre del 38, finalmente, decidiste morir en aguas de Mar del Plata. Tu historia inspiró a Félix Luna y Ariel Ramírez, quienes compusieron la hermosa canción Alfonsina y el mar que, por ejemplo, ha cantado mi paisana Shakira, tu compatriota Mercedes Sosa, y cantantes de pueblos lejanos como Vicente Fernández y Placido Domingo.
Eres nuestra poeta maldita, Alfonsina, porque te enfrentaste a un mundo machista en el que, para el tiempo en el que exististe, era impensado que una mujer pudiera escribir acerca de lo que tú escribías. Eres la escritora más grande que ha tenido la Argentina y, seguramente, nuestro continente, por lo que digo que eres nuestra y no solamente de los argentinos. Es más, si hay algo que le cuestiono a mis hermanos del sur diariamente es que no valoren en la actualidad tu legado. Y lo digo así, con sequedad, porque es la verdad. Por eso en Buenos Aires tu nombre apenas sirve para designar a una miserable calle que solamente tiene una extensión de tres cuadras.
Un sol
Mi corazón es como un dios sin lengua,
Mudo se está a la espera del milagro,
He amado mucho, todo amor fue magro,
Que todo amor lo conocí con mengua.
He amado hasta llorar, hasta morirme.
Amé hasta odiar, amé hasta la locura,
Pero yo espero algún amor natura
Capaz de renovarme y redimirme.
Amor que fructifique mi desierto
Y me haga brotar ramas sensitivas,
Soy una selva de raíces vivas,
Sólo el follaje suele estarse muerto.
¿En dónde está quien mi deseo alienta?
¿Me empobreció a sus ojos el ramaje?
Vulgar estorbo, pálido follaje
Distinto al tronco fiel que lo alimenta.
¿En dónde está el espíritu sombrío
De cuya opacidad brote la llama?
Ah, si mis mundos con su amor inflama
Yo seré incontenible como un río.
¿En dónde está el que con su amor me envuelva?
Ha de traer su gran verdad sabida…
Hielo y más hielo recogí en la vida:
Yo necesito un sol que me disuelva.
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